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Cierra ciclos, sana heridas: empieza tu camino emocional

Publicado el 3 de octubre de 2025

Hay días en los que la memoria pesa como una galerna y otros en los que apenas sopla una brisa, y aun así uno no sabe por qué el pecho se encoge delante de un escaparate o al cruzar una esquina cualquiera. En una ciudad que aprende a convivir con la niebla y el salitre, hablar de superar trauma en Vigo no es una moda terapéutica, sino una necesidad pública tan real como las mareas. Lo dicen los profesionales consultados y lo confirman quienes, con más discreción que ruido, han descubierto que el dolor no caduca por sí solo: cambia de forma, se oculta, y reaparece en el momento menos oportuno, como ese silbido del viento entre los edificios del puerto cuando todo parecía en calma.

En el vocabulario cotidiano suenan términos que hace una década parecían reservados a manuales clínicos: estrés postraumático, flashbacks, hipervigilancia. Y sin embargo, la noticia de interés no es la etiqueta, sino el movimiento que se vive en consultas, centros cívicos y asociaciones locales, donde cada vez más personas reclaman herramientas verificadas por la evidencia para lidiar con recuerdos que se quedaron pegados como arena en los zapatos. Psicólogos especializados explican que la intervención temprana reduce el impacto a largo plazo y mejora la calidad de vida; que la neurociencia ya no mira al trauma como un capítulo estático, sino como un proceso dinámico que puede reconectarse, reorganizarse y sanar. No se trata de olvidar, sino de narrar de otra manera para que la historia no gobierne el presente.

En Vigo, el mapa de opciones ha crecido en diversidad y rigor. Se ha normalizado la consulta a profesionales formados en enfoques como EMDR, terapia cognitivo-conductual centrada en el trauma y abordajes somáticos que ayudan a que el cuerpo deje de vivir en alerta constante. Hay equipos del sistema público y gabinetes privados que coordinan derivaciones, evalúan caso a caso y plantean rutas personalizadas, con objetivos concretos y medibles. Quien acude por primera vez suele entrar con una mezcla de vergüenza y esperanza; sale, al menos, con un plan y la sensación de que el malestar tiene una gramática que se puede aprender. Los expertos insisten en un punto: no todo vale. La intervención debe ser ética, basada en evidencia y sin promesas milagrosas. La salud mental no es un atajo, es un camino trazado con pasos pequeños y consistentes, como subir al Castro sin que se te atragante la cuesta.

El relato social también está cambiando, quizá porque el humor gallego tiene esa capacidad de desactivar la rigidez sin restar profundidad. Se escucha en tertulias, se percibe en redes vecinales, se nota cuando alguien, con sorna y ternura, cuenta que por fin pudo dormir una noche entera después de meses con el cuerpo en guardia. Funciona, dicen, cuando el entorno acompaña sin presionar, cuando la familia aprende a preguntar “qué necesitas” en vez de “ya se te pasará”. Y funciona mejor cuando el propio afectado deja de compararse con un manual de perfección que nadie cumple. Aquí la objetividad periodística convive con un dato irrebatible: la vergüenza es una mala consejera y el aislamiento, un cómplice del sufrimiento; abrir la ventana —en sentido literal y figurado— ventila la casa por dentro.

En el terreno de las políticas locales, los esfuerzos por acercar recursos a los barrios han pasado del discurso a la práctica. Programas de atención psicológica a víctimas de violencia, iniciativas para adolescentes que arrastran duelos complicados tras la pandemia, espacios de escucha para profesionales sanitarios que han cargado con lo indecible: el tejido institucional y asociativo ha comprendido que la reparación emocional no es un lujo, es infraestructura social. Para quien no sabe por dónde empezar, los colegios profesionales ofrecen directorios con criterios de calidad, y los servicios de atención primaria ya incluyen circuitos claros para derivar a especialistas. No es perfecto, faltan manos y horas, pero el camino está balizado y cada vez hay menos tabú para pedir cita.

Por supuesto, ninguna ciudad vive solo de consultas. El entorno también ayuda: caminar por Samil cuando baja la marea, recuperar rutinas que anclan el día, cultivar una red de afectos que aguanta el chaparrón. Los terapeutas repiten que el cerebro adora la coherencia: horarios regulares, alimentación que no negocia con el hambre emocional, movimiento físico que despeja la cabeza. Son medidas sencillas, prosaicas y en apariencia menores, pero suman. El truco —si podemos llamarlo así— consiste en elegir acciones que sean tan pequeñas que resulten imposibles de no cumplir y, al mismo tiempo, tan significativas que generen sensación de avance. Es la psicología aplicada a la vida cotidiana, sin grandes discursos, con un ojo puesto en lo posible hoy.

Conviene despejar algunos mitos resistentes. No, no hace falta “ser fuerte” para dejar de temblar por dentro; hace falta compañía, método y tiempo. Tampoco es cierto que quien pasó por un episodio duro “se queda así para siempre”; la plasticidad del cerebro es esa característica que permite aprender idiomas, tocar la gaita y, también, reorganizar memorias que duelen. Y la valentía no luce como en las películas: a veces es mandar un correo pidiendo ayuda, sentarse en una sala de espera con las manos frías, volver a respirar cuando el cuerpo pide huir. No hay épica, hay perseverancia, y a la larga esa es la noticia más luminosa.

Si algo demuestra la experiencia de los equipos vigueses es que el proceso se acelera cuando se combina intervención profesional con condiciones de vida más amables. La precariedad, la soledad y el ruido constante envenenan cualquier progreso, y por eso la agenda pública que apuesta por vivienda digna, espacio verde y cultura accesible tiene un impacto directo en la salud mental. Que el mar esté cerca no arregla todo, pero tiene un efecto regulador que muchos describen sin necesidad de tecnicismos: la vista se relaja, el pecho baja revoluciones, la respiración se pone de acuerdo con las olas. A veces la diferencia entre aguantar y avanzar es tener a mano un lugar que recuerde que el mundo es más grande que un recuerdo doloroso.

Queda un último dato, menos glamuroso y más crucial: pedir ayuda pronto suele abaratar el coste, en tiempo y dinero. No por urgencia, sino por eficiencia. Quien entra antes en terapia, sale antes de la espiral; quien comparte su historia en un espacio seguro, evita que el relato se endurezca. Y aunque cada proceso es singular, los testimonios recogidos en la ciudad repiten una secuencia parecida: al principio todo parece un ovillo, luego aparecen los hilos, y un día, sin fanfarrias, descubres que puedes hablar del pasado como si fuera pasado y no una noticia de última hora. No hace falta que nadie lo aplauda ni convertirlo en proclama; basta con notar que la vida, con su sentido del humor y sus mareas, vuelve a ocupar el lugar principal.

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